Transmisiones televisivas en México y en Alemania. Reporte comparativo

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ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LAS DIFERENCIAS ENTRE LAS TRASMISIONES TELEVISIVAS DE FÚTBOL EN MÉXICO Y EN ALEMANIA
Por Carlos Herrera

1. ¿Cuándo comenzó el partido?

¿Cuál o cuáles son los signos característicos que distinguen a una cultura de otra? Si por “cultura” se entiende al conjunto de logros artísticos, arquitectónicos, intelectuales, políticos, económicos, sociales, que dan forma a eso que podría llamarse difusamente “orgullo nacional”, entonces parece evidente que lo que le da a una cultura su estatuto de singularidad son los símbolos más sobresalientes a los que, por ésta o aquella razón histórica o anecdótica, el pueblo, la nación, el grupo dominante o la pura casualidad geográfica los han dotado de la capacidad de sintetizar una cantidad ingente de emociones, ideas, anhelos y hasta vocaciones inconscientes, en ocasiones muy a pesar de lo que esos símbolos mismos pretendían en un origen expresar. Así, verbigracia, la cultura francesa se distinguiría de la inglesa en que la primera cuenta en el centro de su capital, al lado del Sena, con un monumento enorme al desenfreno metálico de la sociedad occidental, de nombre Torre Eiffel, mientras que la segunda sigue aún obsesionada con la precisión cronológica marcada a las orillas del río Támesis por la grandiosa torre de piedra que es el Big Ben. Esta visión de las cosas que se puede denunciar fácilmente como superficial o incluso hasta kitsch, queda completamente relegada y superada cuando la noción de cultura se restringe (o se amplía) al ámbito del quehacer cotidiano en el que las masas (ya no los pueblos, entidades pasadas de moda, aún en reclamo de una identidad histórica) buscan afirmarse en su cotidianeidad presa entre el momento de su ausencia acústica y visual y el de su escenificación programada por la omnipresente industria cultural de nuestros días. Allí sí que el único elemento que permite distinguir los rasgos de una u otra “cultura” es la todavía dominante unificadora global de conciencias y anhelos de fama de quince minutos de duración: me refiero, por supuesto, a la televisión.

Si el triunfo de la idiosincrasia nacional se pudiera medir por las palabras pronunciadas a lo largo de un partido de fútbol televisado y por la cantidad de gritos fallidos de gol, de alargamientos de vocales que intentan capturar la emoción de todo un momento, de frases ingeniosas para expresar de mil maneras distintas lo único de importancia que el impaciente espectador espera escuchar (id est, que se ha marcado un gol), de apodos de última generación a los jugadores más sobresalientes (o más malos), de onomatopeyas sospechosas que sólo pueden entender los locutores mismos, de comentarios “expertos” cada cinco minutos, de anuncios acumulados en la pantalla hasta la desaparición del evento mismo que se está trasmitiendo, entonces, simplemente entonces, habría que afirmar sin ninguna duda que, frente a Alemania, México es el campeón mundial (o universal) de los rasgos típicos de eso que se podría nombrar “autoafirmación chovinista de la conciencia futbolística nacional” (porque al fin y al cabo eso es la idiosincrasia nacional, ¿no?).

Y es que cualquier mexicano (no me atrevo a opinar sobre otra idiosincrasia nacional) que se haya acercado en algún momento de su vida a ver (¿o debí decir “a oír”?) un partido de fútbol en tierras germanas, habrá experimentado de inmediato una sensación profunda de desasosiego que, si la asimilación del orgullo televisado nacional es elevada, entonces se transformará en una catástrofe de proporciones inimaginables. Porque, ¿qué se podría decir de un partido que arranca sin que las “erres” que conectan las dos primeras “as” de la palabra arranca (esto es, arrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrranca) no se alargaran hasta dar forma a una especie de aliteración solipsista (no estoy seguro que este sea el término correcto) de dimensiones cosmológicas? En verdad, si esto no sucediera, o si a algún comentarista se le olvidara indicar que ha iniciado un partido, ¿acaso podría decirse que el partido ha iniciado en realidad? Y eso es lo que casi siempre sucede en Alemania. Uno, a veces, no se da cuenta cuándo ha comenzado un partido sino hasta tres o cuatro minutos después, cuando por primera vez se hace patente que hay un comentador detrás de esa caja iluminada en la que veintidós hombres, moderados por un árbitro (Schiedsrichter, en alemán) y dos abanderados (Linienrichter), se disputan hasta la muerte la conciencia nacional de todos los espectadores que los observan.

En realidad, para el fanático alemán promedio, a diferencia del mexicano, eso es cosa de poca importancia. Su consumo televisivo de fútbol se parece más a lo que se experimenta cuando se asiste a un estadio (con excepción de lo que sucede en el Estadio Azteca, donde el embrutecimiento auditivo, bajo el auspicio de Televisa, se alarga más allá de los noventa minutos de partido), que a lo que se vive normalmente frente a una pantalla en la comodidad de la casa. ¿Cómo es esto posible? La respuesta es simple: al fanático alemán le fascina ver los partidos de fútbol perdido entre las multitudes aglutinadas en un Kneipe (bar, cantina), en una Mensa (comedor universitario) o en un aparatoso montaje al aire libre que muchas veces –si se realiza, por ejemplo, en una plaza universitaria o al lado de una biblioteca– prescinde incluso totalmente del sonido (a estos últimos eventos se les llama, importando la frase del inglés, “public viewing”, término, por cierto, mal empleado, pues en inglés significa algo así como “velorio”). Así pues, se podría decir, en una primera aproximación sociológica al caso, que en Alemania el gozo del fútbol trasmitido por televisión consiste más en la experiencia colectiva que se da en los espacios públicos o al aire libre, que en la idiotización acústica al amparo de semideficientes mentales, cuya única labor real radica en absorber las imágenes mediante sus palabras, a tal nivel que al final uno no sabe si lo que se hizo fue ver un partido de fútbol por televisión o se tuvo una especie de experiencia surrealista donde unos gritos enajenados de “tirititito” alternaron, sin mediación alguna, con mensajes ya ni siquiera subliminales sobre la comparación de la redondez del balón de fútbol con la forma esférica de las donitas bimbo. Sirva esto último para repensar el significado del término “idiosincrasia nacional”.

2. ¿A qué horas fue el gol?

Si a cualquiera de nosotros, amantes mexicanos del fútbol, se nos llegara a preguntar cuál es el momento definitorio de nuestras vidas y en qué grado la experiencia estuvo relacionada con la omnipresencia de los mass media, entonces, me parece, eliminando algunos momentos favoritos en los que nuestros sentimientos estuvieron muy a flor de piel, como por ejemplo, en la grabación de los primeros pasos de alguno de nuestros hijos, o en las fotografías de un cumpleaños verdaderamente especial o cualquier otro acto de esta naturaleza, la respuesta tendería a señalar casi seguramente al momento en que nuestro jugador favorito, en el partido más anhelado de todo nuestra vida, esto es, contra el adversario más detestable, hizo un gol maravilloso festejado de manera eufórica y hasta grotesca por los comentaristas televisivos, que así se conectaron de una u otra forma con lo más profundo de nuestro ser y de nuestras convicciones. ¿Cómo imaginar que el grito de gol, en ese preciso momento, no sea una parábola maravillosa del infinito extendido sin visos de conclusión hasta más allá de lo humanamente posible, como subrayando con tinta indeleble que el momento está ahí, que es nuestro y que permanecerá para siempre? Pero, entonces, en ese caso no hay experiencia más anticlimática para el espectador mexicano que lo que sucede en las pantallas televisivas alemanas. Allí los locutores dejan escapar, de manera simplemente incomprensible, el instante preciso de exacerbar los ánimos y elevar la voz al infinito para cantar las glorias de lo único que es cierto en esta vida, de lo único que llegó con la finalidad de alegrarnos, de darle sentido a nuestros actos, y se limitan a celebrar lo sucedido con un escueto Tor (gol), así, seco, dejando al sonido ambiental la última palabra, lo cual para alguien acostumbrado a sentirse parte de la “familia televisiva”, coordinada por los locutores, no le puede sino parecer una traición espeluznante, un espaldarazo que lo deja indefenso ante un mundo que, si bien festeja como él, no lo integra en un espacio de intimidad tal cual sólo lo puede ofrecer la voz del comentarista favorito en alianza con nuestros sentidos puestos totalmente a su disposición. Y luego hay quien dice que los mexicanos han perdido el respeto por la noción de familia.

3. No manches, ¿a poco ya se acabó el juego?

Yo siempre he pensado que el máximo respeto que se puede expresar a una persona, o si se quiere, la mínima deferencia que se le debe tener, consiste en avisarle con precisión los plazos en los que se va a desarrollar un evento del cual va a ser testigo. No basta, pues, con que el evento empiece y termine, sino que haya suficientes indicadores que le corroboren el comienzo (de manera estentórea, para que se sepa que algo importante está empezando) y el fin (con exactitud cronométrica). De otra manera el individuo podría perderse en la maraña inconmensurable de acontecimientos inesperados, lo cual al final podría tener consecuencias cuasi ontólogicas sobre el ser del sujeto en cuestión. Ya hemos comentado cómo se anuncia en México el inicio de un partido, ahora resta señalar cómo se patentiza su fin.

Quizás hubo un tiempo (creo que ya nadie lo puede saber con precisión) en el que en México el final de un partido se complementaba con una serie de entrevistas a los futbolistas más sobresalientes o al entrenador mismo, así como comentarios y análisis (digo, es un decir) al respecto del desarrollo del encuentro y la presentación de los goles y la jugadas más atractivas. Eso dificultaba, sin embargo, al espectador saber si el encuentro se había acabado o se trataba solamente de una pausa donde los jugadores se daban tiempo de hablar con los promotores de su esencia, para así contribuir al desarrollo de la intimidad entre el grupo familiar intertelevisivo. Tal era la dificultad que el televidente no sabía qué postura tomar ni qué emociones dejar salir, porque no había todavía una clara señal de que todo había concluido. Y eso molestaba, sin duda. Faltaban órdenes más nítidas, pues. Por eso ahora, cuando apenas el árbitro ha pitado el final del encuentro, se amontonan inmediatamente, sin pausa, montones de comerciales que marcan sin duda el fin y predisponen a nuevas sensaciones que, lejos de alejar al espectador, lo invitan a participar cómodamente desde su asiento de un montón de sueños y añoranzas donde él, de nuevo, está llamado a ser el protagonista central. Eso sí que es comprensible; eso sí que muestra un respeto y deferencia por el buen televidente.

En Alemania, en cambio, las cosas se siguen haciendo a la vieja usanza. No quiero implicar con esto que no haya comerciales o anuncios en la televisión después de un encuentro deportivo (al fin y al cabo nos encontramos en uno de los centros principales del llamado mundo capitalista). Pero las cosas se hacen con más pausa. Siguen existiendo las entrevistas con los deportistas y los análisis deportivos y no se salta de improvisto a los comerciales o se pasa a otro programa sin previo aviso. Sin embargo, me imagino, esto no es lo que más intranquilizaría al televidente mexicano. Porque tarde que temprano los anuncios llegan y con ello la normalidad televisiva. No, lo que más desasosiega e intranquiliza es que, llegado el momento de los comentarios, si los hay, las presencias relevantes no sean las de un Enrique Bermúdez, un André Marín o un Jorge Campos, por nombrar a algunos de los locutores más sobresalientes, sino las de un Franz Beckenbauer o un Oliver Kahn. O peor aún, que al final del juego no se aparezca ningún “compayito” echando desmadre con la banda futbolera… Y eso sí que enchila un buen, la neta.