Historia íntima del muro de Berlín por José María Pérez Gay

Posted by Fardus on 10:03

Hay ciudades cuyo destino cambia de acuerdo a la historia y que al cambiar modifica a sus habitantes: pueblos sometidos a un exterminio que habrá de perpetuarse, al parecer, hasta la consumación de los siglos (fecha incierta), y en donde sus habitantes, descubren el sentido de su propia destrucción y enloquecen. En mi primera estancia en Berlín Occidental y en Alemania creí encontrarme con emblemas de ese género de ciudades y pueblos. El 1 de septiembre de 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Berlín tenía 4.5 millones de habitantes. Los bombardeos aéreos –que comenzaron en 1941– exterminaron a 320 mil habitantes hasta la fecha de la capitulación, el 8 de mayo de 1945. El bombardeo de los ingleses de julio de 1943 causó cuarenta mil muertos y 370 mil casas y edificios destruidos. A principios de 1945, la batalla de Berlín demolió la ciudad y casi la borró del mapa, decenas de miles cayeron defendiendo la ciudad.

El lunes 12 de abril de 1965 llegué a Berlín Occidental y viví siete años en esa ciudad. Había dejado atrás los nueve meses en la región de Baviera donde, en el lejano Instituto Goethe de Brannenburg-Degerndorf –muy cerca de los Alpes austriacos–, comencé a aprender el idioma alemán. Me preparaba para ingresar en la Universidad Libre de Berlín durante el semestre de verano, tenía una beca de cinco años de la misma universidad.

El Berlín que recuerdo –veinte años después de la derrota del Tercer Reich– era todavía un montón de ruinas y escombros, terrenos baldíos sin nombre, por doquier las huellas terribles de la guerra. Un valeroso grupo de sobrevivientes antinazis –mis profesores–, cuyas edades fluctuaban entonces entre los cuarenta y cincuenta años, encarnaban la oposición al destino trágico de Alemania: haber conseguido la propia ruina cuando creían alcanzar la grandeza.

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la ciudad se dividió en cuatro sectores: el norteamericano, el británico, el francés y el soviético. Sin embargo, el sector soviético, Berlín Oriental, se declaró muy pronto en la capital de la República Democrática de Alemania; los otros tres sectores se convirtieron en una suerte de ciudad libre e independiente, Berlín Occidental, bajo el control de los aliados.

Vivíamos en una isla en el corazón de Alemania socialista, cercados por un muro de cuarenta y cinco kilómetros que rodeaba la ciudad, y a 115 kilómetros de la República Democrática de Alemania. Adonde quiera que se iba se erguía el muro y sus dos accesos al otro Berlín; el sector francés conocía el paso de Stolpe-Heiligensee; el británico el célebre Checkpoint Charlie, donde John Le Carré sitúa su novela El espía que vino del frío, y la Friedrichstrasse, estación del tren suburbano (S-Bahn), único acceso para extranjeros de todas nacionalidades. Los berlineses occidentales tenían prohibido el paso a Berlín Oriental, el puente aéreo trabajaba permanente, veintitrés vuelos diarios nos mantenían conectados con Alemania Federal.

Tres millones seiscientas mil personas abandonaron, entre 1945 y 1961, la zona soviética y Berlín Oriental. La estampida de fugitivos aprovechó el paso a Berlín Occidental como el único acceso a Occidente, lo que significó un severo problema para el gobierno comunista de Alemania Oriental. Medio millón de personas pasaban cada día la frontera en ambas direcciones y, sin duda, comparaban las condiciones de vida en uno y otro lado. En 1960 alrededor de 360 mil personas se mudaron de forma definitiva a la zona occidental. La República Democrática de Alemania se encontraba a unos pasos del colapso social y económico.

El 15 de junio de 1961, dos meses antes de construir el muro, el presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana, el estalinista Walter Ulbricht, declaraba que nadie tenía el proyecto de construir un muro. El 12 de agosto de 1961, el Consejo de Ministros de la República Democrática anunció: "con el fin de poner punto final a las actividades hostiles de revanchismo y militarismo de la República Federal de Alemania y Berlín Occidental", se construirá en la República Democrática, incluida la frontera con los sectores de ocupación occidental, el muro de Berlín, o como decían los miembros del Partido Comunista, "el muro de protección antifascista" (Antifaschistischer Schutzwall), que estaría de pie desde el 13 de agosto de 1961 hasta el 9 de noviembre de 1989, es decir, 28 años y tres meses.

A las seis de la mañana del domingo 13 de agosto de 1961 en las fronteras entre los sectores oriente y occidente de Berlín, se levantaron barreras temporales y en las calles se despegaron los adoquines y grandes pedazos de asfalto, y las otras calles se poblaron de obstáculos de acero antitanques. Unos cinco grupos de los Vopos (la policía del pueblo), veinte mil en total, así como las milicias de trabajadores impidieron cualquier tráfico en las fronteras entre sectores, y a los rollos de alambre de púas que dividían Berlín Oriental y Berlín los sustituyó un muro construido con gruesas y enormes piedras bajo la estricta vigilancia de los soldados fronterizos de la República Democrática. Un enorme gueto había nacido, punta de lanza de futuros refugiados. Los tanques estadunidenses se enfrentaron a los tanques soviéticos en la línea divisoria.

Al principio de mi estancia en Berlín Occidental muchas veces me aproximé a la Bernauer Strasse, subí por la escalera al puesto de observación del muro y contemplé desde allí cómo las banquetas de esa calle pertenecían al barrio de Wedding (Berlín Occidental), mientras que las casas y los edificios de apartamentos al barrio del Centro (Berlín Oriental). A la hora de levantar el muro la gente saltaba por los balcones hacia la zona occidental Por un momento me imaginé la Ciudad de México dividida por un muro a lo largo de la Avenida de los Insurgentes y me precipité en el tobogán de una pesadilla. Digamos que yo vivía en Avenida Coyoacán y no podía encontrarme con mis padres que vivían en la colonia Hipódromo-Condesa.

Una de las escenas que más me desconcertaron ocurrió una noche calurosa de verano del año de 1965. Había dejado abierta la ventana de mi cuarto en la residencia de estudiantes (Studentendorf), muy cerca de uno de los grandes lagos del Berlín dividido, el de Wannsee, y de pronto me despertaron ráfagas de las ametralladoras lejanas. Imaginé que la gente se había lanzado al lago para nadando alcanzar a la orilla occidental. Si mi memoria no exagera, el tableteo de las metralletas se prolongó hasta el amanecer. No se sabe cuántas personas murieron en ese intento, como no se sabe con exactitud el número de personas que murieron tratando de evadir el muro o las otras fronteras entre las dos Alemanias. Al respecto, la discusión es interminable. La procuraduría general del Berlín unificado asegura que fueron 270 muertos incluyendo a 33 ciudadanos que volaron por los aires como consecuencia de haber pisado minas terrestres. Por su parte, el Centro de Estudios Históricos de Potsdam estima en 325 la cifra total de muertos en la zona del muro.

La mañana del 23 de abril de 1965 se escucharon en Berlín Occidental cuatro estruendos ensordecedores que, al parecer, tenían lugar en el centro de la ciudad. Un escuadrón de Migs-21 de la Fuerza Aérea de la República Democrática Alemana volaba casi a ras de tierra y rompía la barrera del sonido, causando explosiones tan intensas que los vidrios en los ventanales de los edificios saltaban en pedazos. La cadena de explosiones permaneció activa unas cuatro horas.

La violenta reacción de Alemania Oriental se debió a que por la mañana habían llegado todos los diputados de la República Federal de Alemania al centro de Berlín Occidental –disposición sugerida por Ludwig Erhard, el entonces primer ministro de Alemania Federal– violando los acuerdos internacionales que le daban a Berlín Occidental el carácter especial de ciudad libre e independiente, aunque todo el mundo sabía que Berlín Occidental estaba subvencionada por la República Federal de Alemania. La otra Alemania, la República Democrática Alemana, había decidido no sólo cerrar los puntos de acceso a la ciudad amurallada, sino también dejar que un escuadrón de Migs-21 sobrevolase sobre la ciudad rompiendo la barrera del sonido. Por unas cuantas horas, en las calles de Berlín Occidental reinó una gran confusión.

Dos personas se lanzaron de pisos altos a la calle, acosadas por los recuerdos de la última guerra, la memoria de los bombardeos masivos. Los vecinos del barrio de Moabit narraron cómo un anciano se había arrojado con desesperación al canal Westhafen y se había ahogado. Peor noticia que ésa fue la que publicaron los periódicos de la tarde. El asedio a la ciudad se prolongaría, quizá, unas semanas, "pues los comunistas estaban dispuestos a sentar un ejemplo".

Durante esas tres semanas, los jefes de gobierno de Estados Unidos y la Unión Soviética decidieron detenerse en el límite de las provocaciones, y poner orden en las relaciones alemanas. John F. Kennedy y Nikita Jrushchov, los protagonistas de la última crisis que tuvo al mundo en el borde de la Tercera Guerra Mundial, habían desaparecido del escenario político. La situación, de este modo, favorecía las aspiraciones del presidente Lyndon B. Johnson. El gobierno de Washington, al fin, comunicó a sus aliados que Berlín ya no era foco de tensión internacional.

De allí en adelante este "entendimiento" entre las dos superpotencias siguió agravando el conflicto insuperable entre las dos Alemanias. Berlín Occidental, la ciudad escaparate de la civilización norteamericana, "la isla de libertad dentro del territorio de la República Democrática Alemana", permaneció en el pantano del status quo. Toda persona que escapaba de la república socialista saltando el muro en el silencio de la noche, abría más la herida del desacuerdo.

Por esos días nos acostumbramos a escuchar las historias de los que habían escapado dejando el muro atrás, y atendíamos sorprendidos a la variedad de métodos y artimañas que empleaban en su fuga. Por ejemplo, en su primer año de existencia, el muro fue impactado 14 veces por camiones con grandes toneladas de carga. La mayoría de esos escapes ocurrieron en los primeros meses, cuando la frontera no estaba sellada. En suma: 5 mil 43 alemanes orientales, incluyendo 574 guardias fronterizos, lograron escapar a la zona occidental. El primero en hacerlo fue Conrad Schuman, el guardia fronterizo que no perdió tiempo y saltó sobre los alambres de púas el 15 de de agosto de 1961. Sesenta mil personas fueron sentenciadas por intentar "huir de de la República", y algunos simplemente por hacer "ejercicios preparatorios". A los cómplices de los fugitivos se les sentenciaba a cadena perpetua.

El escape más espectacular sucedió en octubre de 1965, cuando 57 residentes de Berlín Oriental pasaron por debajo del muro. Desde el mes de abril de 1957 estudiantes y familiares de los fugitivos que vivían del lado occidental habían cavado un túnel a una profundidad de 13, con una longitud de 145 metros y 70 centímetros de alto, uniendo una antigua panadería en la calle Bernauer con algunos patios en la calle Strelitzer, en el sector oriental. La noche del 28 de julio de 1965, la familia de Helmuth Holzapfel logró la hazaña de escalar el muro, deslizándose por una gruesa cuerda arrojada desde el techo de la Casa de los Ministerios (Ministerhausamt) en el lado oriental y que del lado occidental mantenían tensa sus familiares. Siempre estuvieron presentes los que escapaban en automóviles. Una de dos: el fugitivo era atado debajo del vehículo, o bien se ocultaba dentro del maletero, donde el tamaño del tanque de combustible había sido reducido. Otro escape histórico fue el de cuatro hombres que disfrazados de oficiales soviéticos –con uniformes confeccionados por sus mujeres– cruzaron el muro sin ningún problema y además, como si fuera poco, recibieron el saludo militar del mando de la guardia fronteriza.

A finales de junio de 1965, me adelantaba y cruzaba el muro a bordo del tren suburbano, veía los letreros admonitorios escritos en color rojo: "abandona usted el sector estadunidense", aguardaba cuarenta y cinco minutos en la estación de la Friedrichstrasse; me disponía a sufrir el papeleo y los sellos en los pasaportes, me presentaba después en las oficinas subterráneas de los Vopos, término popular que designaba a la Volkspolizei, la policía del pueblo de la República Democrática Alemana; cambiaba la moneda occidental en las ventanillas improvisadas de la garita, firmaba una declaración donde me comprometía a no negociar en el mercado negro de divisas, recorría los sótanos y los pasadizos con un olor insoportable a desinfectantes y entraba a Berlín Oriental.

Salía a una ciudad en la penumbra, dormida en el pasado y asediada por fantasmas fugitivos, una isla de sombras y de ecos. La avenida Unter den Linden y su nueva arquitectura de marmórea solemnidad socialista, era expresión logradísima del mal gusto. Unter den Linden, arteria principal de Europa en los años treinta, tenía, en 1965, un aura de tristeza y nostalgia por una época supuestamente más viva y un mundo antes de la barbarie nacionalsocialista. Además, en los últimos veinte años, el ayuntamiento de Berlín Oriental nunca había alumbrado bien sus calles, la materia oscura era su mundo y elemento.

Me dirigía después caminando al teatro en el muelle Shiffbauerdamm, a orillas del río Spree. Ante el telón blanco del Berliner Ensamble –fundado por Bertold Brecht– con la paloma de la paz de Picasso en el centro, escuchaba la voz de una mujer que arrastraba la carreta. Había visto a Helene Weigel, compañera de Brecht, encarnar tres veces a la Madre Coraje, de Brecht; por esa época comenzaba a entender mejor el alemán, me gustaba la poesía de Brecht, que ahora podía repetir de memoria. "O todos o ninguno. O todo o nada. Uno solo no puede salvarse".

El regreso a Berlín Occidental era a las once de la noche. Debía alcanzar el último tren suburbano y regresar a la algarabía de la dilapidación y el universo infinito del consumo de los gigantescos almacenes del KaDeWe (Almacenes de Compra de Occidente) y los del Europa Center, cuya punta más alta tenía el escudo de la Mercedes Benz.

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